Michael Bloomberg tiene una idea muy particular del éxito. «Si acabo mi mandato con altos índices de popularidad significará que he desperdiciado mi último año en el cargo», declaró hace poco el alcalde de Nueva York a la revista 'The Atlantic'. «Altos índices de aprobación significa que no estás cabreando a nadie». Por sus propios estándares, Bloomberg, de 71 años, está triunfando. Son muchos los neoyorquinos a izquierda y derecha indignados con su decisión de vetar la venta de refrescos de más de medio litro en bares, restaurante y cines. Sobre todo el juez del Supremo estatal que el lunes invalidó su decreto por considerarlo «arbitrario y caprichoso». Al alcalde no le importa. Para él la talla de un líder se mide en su capacidad de abordar temas impopulares, en los que nadie más querría meterse, y lograr que el tiempo le dé la razón.

En ese sentido su carrera está llena de satisfacciones. Cuando hace una década convirtió a Nueva York en la primera gran ciudad en vetar completamente el tabaco de bares y restaurantes, el mundo entero se llevó las manos a la cabeza. Al año siguiente el porcentaje de adultos fumadores, que no había descendido en más de diez años, cayó un 21,6%. Hoy es difícil encontrar una ciudad que no le haya seguido los pasos.
Según las estadísticas, Bloomberg ha aumentado la expectativa de vida de los neoyorquinos en tres años, pero no solo limitando el uso del tabaco, que recientemente ha prohibido también en parques y playas. El alcalde, muy dado a atajar los problemas a golpe de impuestos, también ha multiplicado un 200% los que se cargan al tabaco, convirtiendo los cigarrillos de Nueva York en los más caros del país. De los 12 dólares que puede costar un paquete (9,22 euros), al menos la mitad van a las arcas públicas. El efecto disuasorio de comprarlos a precio de oro sin tener donde fumarlos es imbatible.
Hace dos años ya se había apuntado medio millón de fumadores menos. En 2006 obligó a las cadenas de restaurantes a que anunciasen en el menú las calorías de sus platos. La medida ha sido imitada por otras 20 ciudades y pronto será obligatoria a nivel federal como parte de la reforma sanitaria de Barack Obama. Ese mismo año prohibió el uso de las grasas trans en los restaurantes de Nueva York, acabando así con la margarina y esos aceites hidrogenados tan útiles para la industria que algunos llaman el asesino silencioso. Dos años después California impuso un veto semejante a nivel estatal. En 2009 le tocó a la sal. El alcalde puso límites al sodio y reclutó para su causa a 35 multinacionales que redujeron un 20% su aportación en 62 categorías de alimentos y 25 tipos de restaurantes, desde Kraft a Heinz.
'Alcalde niñera'
Todo esto le ha valido a Bloomberg el mote de 'alcalde niñera', pero cuando un juez le tumbó el lunes su última cruzada contra los refrescos azucarados, no se lo tomó a modo personal. «Esto no es una broma, la obesidad mata. 5.000 estadounidenses mueren por ella cada año», insistió. El alcalde ya intentó aprobar un impuesto estatal para los refrescos, pero su idea no prosperó. Burocráticamente era difícil separar los refrescos de zumos y otras bebidas que el gobierno federal subvenciona a los más desafortunados.
Detrás están los grandes lobbies de marcas como Coca Cola o Starbucks, decididas a no dejarse vencer por el alcalde más rico del mundo. Bloomberg es, quizás, el único político de EE UU que se puede permitir darles guerra. Como su último mandato acaba este año, ya no necesita la simpatía de los votantes ni la de ningún partido –ha pasado por el demócrata y el republicano, para declararse independiente cuando acariciaba presentarse a las presidenciales como tercer candidato. Por su fortuna de 27.000 millones de dólares (20.700 millones de euros), la 13 mayor del mundo, se pudo permitir el lujo de rebajarse el sueldo de alcalde a un dólar anual y autofinanciarse las campañas más caras de la historia –cada una dobló a la anterior–, pero para la última tuvo que cambiar las leyes que le limitaban a dos mandatos.
En otro momento tal vez hubiera tenido que moderar sus intenciones, por ejemplo cuando su nombre sonó como secretario general de la ONU, director del Banco Mundial o secretario del Tesoro, pero ahora que ninguno de esos puestos está vacante, y que nadie espera de él más que su dedicación a la filantropía y a la cruzada contra las armas, Bloomberg se puede permitir decir lo que le plazca.
El alcalde multimillonario y de origen judío va a la oficina en metro, rodeado de guardaespaldas, y da conferencias de prensa todos los días, en las que deja ver el carácter arrogante y despótico que ya conocen quienes trabajaron con él. En una ocasión a un periodista en silla de ruedas se le cayó la grabadora y se activó el sonido. El alcalde interrumpió la conferencia de prensa durante un tenso y largo minuto en el que le reprendió severamente, mientras el joven parapléjico sufría para detener la grabación. Cuando una de sus colaboradoras le dijo al oído que era minusválido, Bloomberg no se inmutó. «Lo sé, pero puede darle al botón», respondió en voz alta. «Si no, que se lo lleve todo fuera». Desde el gobernador a los concejales desviaron incómodos la mirada.
Aquella conferencia de prensa era para anunciar la legislación estatal en favor de los matrimonios homosexuales. Al conservadurismo fiscal del broker de Wall Street, (que invirtió los diez millones de su despido en fundar Bloomberg LP, la primera empresa de información financiera al instante), no le acompañan los valores morales del Partido Republicano al que un día perteneció. De hecho, tiene dos hijos de su primer matrimonio y vive con la economista Diana Taylor, también divorciada, a la que George W. Bush iba a fichar para su gobierno hasta que Bloomberg presentó su plan contra las armas. Su afiliación republicana fue oportuna para suceder a Rudy Giuliani en la alcaldía. Como él, puede presumir de haber reducido los crímenes violentos en Nueva York (el pasado 26 de noviembre logró el hito histórico de un día sin una muerte violenta).
Incluso quienes le admiran reconocen que es «un arrogante multimillonario que, no contento con rehacer la ciudad a su imagen y semejanza, mira a los ciudadanos con aires de superioridad y decide que sabe mejor que ellos lo que les conviene», decía la revista ‘New Yorker’, en un artículo que apoyaba sus medidas. «Y tiene razón», concluía. Bloomberg es Bloomberg, está por encima de partidos políticos, de ideologías y hasta de su propio legado, que la historia juzgará. Pero a él tampoco parece importarle.
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